sábado, febrero 16, 2013

La Catie que hoy existe.

Existe un verano bastante significativo en mi vida. No porque haya conocido al amor de mi vida, no porque haya tenido una de esas aventurillas que después se vuelven sensación de taquilla en los cines, tampoco porque me haya ido a recorrer Europa con nada más que un trozo de chicle en los bolsillos y una armónica. Este verano volvió a mí hace poco, sin mi permiso, cansado de estar enterrado en la montaña solitaria que son mis recuerdos.

Lo primero que llama la atención de mi pequeño relato es que, en ese entonces, yo no pasaba de los once años. "¿Qué tanto puede hacer una niña de once durante un verano?", se preguntarán ustedes. En cuanto a libertad, no mucho. De hecho, creo que mi memoria no me falla si digo que ese año ni siquiera me moví demasiado de mi casa. Sin embargo, el gran giro de acontecimientos se produjo de las maneras más inesperadas y —alegremente— de una manera que me hará atesorarlo por mucho tiempo más.

Mi pequeña yo mandaba cartas. Ponía todo mi esmero en adornas las hojas, escribir con mi mejor letra y llenar ambas planas. A pesar de que la amiga a quien se las enviaba (una ex-compañera de colegio a quien aún quiero muchísimo) vivía en la misma ciudad que yo, hacía todo el proceso de poner estampillas, ir al correo y rogar porque la dirección estuviera bien escrita y la carta llegara sana y salva a su destino. Así nos comunicamos durante meses, hasta que un día llegó un sobre bastante particular: Tenía mi nombre escrito muy pulcramente en su papel envejecido, las esquinas estaban decoradas de morado y si tenía remitente no me percaté en un primer momento; en un espacio y con un estilo de letra similar a los relámpagos estaba escrito "Harry Potter".

Sobra decir que me dio un ataque de pánico porque pensé que me había llegado una carta de Hogwarts. ¿Cómo le iba a decir a mi mamá que era una bruja y que no podía ir al colegio en marzo? ¿Me dejaría viajar hasta Inglaterra para aprender magia? ¿Dónde rayos iba a comprar una varita? Traté de pensar en la mejor forma de informarle las fantásticas noticias mientras abría el sobre con manos temblorosas.

No tuve que darle más vueltas al asunto porque resultó que sólo era otra carta de mi amiga. ¡Pero tampoco era una decepción porque me contaba cosas maravillosas! Además de decirme que me extrañaba y que le escribiera pronto, me contaba de un acontecimiento del que jamás había escuchado en mi vida: Su mamá le había reservado un libro que estaba por salir, y no cualquier libro, era el 5º de Harry Potter. Lamentablemente yo sólo conocía las películas porque en mi casa no compraban más libros que los que pedían para el colegio, pero decidí inmediatamente que aquello no se podía quedar así; ya me había leído todos los libros que me habían pedido para ese año en un par de semanas (un hábito que decidí adoptar porque los libros de mi curso anterior habían sido bastante buenos) y mi imaginación quería más y más. Así que corrí hasta mi mamá y le dije que debía comprarme los libros de Harry Potter.

Curiosamente —algo que me desconcierta aún hasta ahora— las cosas salieron mucho mejor de lo que esperaba. Mi mamá no sólo llegó con un libro de Harry Potter, sino que llegó con La Orden del Fénix cuando aún no se había lanzado en español; sólo hace poco comprendí que de alguna forma se hizo con un libro que tenía la traducción de un grupo de fans de internet. Encontré los instantes perfectos para comenzar mi lectura en mi tiempo libre durante mi taller de natación, entre el tiempo que yo tenía mi sesión y la de mi mamá habían por lo menos dos horas libres, así que yo iba y me refugiaba bajo algún arbolito a leer.

Nada de lo que me había pasado en la vida hasta ese momento fue tan fantástico como cuando empecé a pasar las páginas y todo un mundo que nunca había imaginado se empezó a construir frente a mis ojos. La piscina y la gente desaparecieron a mi alrededor. A veces escuchaba gente hablar con mi mamá cuando nos íbamos y decir que era increíble la rapidez con la que leía y lo quietecita que me quedaba. No me interesaba no entender un montón de cosas (era el primer libro de la saga que me leía) y que de repente en la traducción salieran notas como "Lo siento, no sé traducir la palabra que dice acá", aquel gordo libro en mis manos se volvió algo necesario e irremplazable. En poco más de una semana me lo había acabado y mi mamá encontró tan increíble que me lo hubiese leído en un lapso tan corto que no le tuve que rogar mucho para tener los tres primeros volúmenes en mis manos.

No cuesta mucho deducir que ahí se fue el resto de mi verano.

No sé cuántos libros me leí ese verano, pero aquel cambio fue tan drástico que jamás dudé al determinar cuándo mi hambre de libros se volvió algo más que disfrutar de los libros de mi colegio y sacarme puros 7 en las pruebas de literatura. Ese verano en particular es tan importante para mí por el simple hecho de que estableció los cimientos de quien soy ahora, generó el modo en que río, lloro, suspiro y sueño al leer, hizo que las letras fueran algo más que un medio para escribir ensayos en la universidad.

Mi corazón palpita en letras, mis ojos se pasan la mayoría del tiempo dentro de mi cabeza, explorando el sinfín de mundos que he explorado, los millones de vidas que he vivido con sólo voltear páginas. No hay imágenes más vívidas que las que he formado como interpretación de las palabras en mis historias.

Si la música es mi alma, los libros son lo que la atan a mi cuerpo y hacen que el mundo sea algo más que lo que pasan en las noticias. Un mundo que vale la pena vivir.