lunes, enero 20, 2014
domingo, enero 12, 2014
Paltacienta
Érase una vez, en un Reino no-tan-lejano —aunque sí bastante olvidable—, una familia. Esta familia no era de linaje noble, no vivía en un palacio ni contaba con sirvientes, tampoco le precedía una historia particularmente triste, como a veces sucede, antes de las más grandes aventuras. Superficialmente, esta familia era sólo una más entre las muchas del Reino.
Dicha familia estaba conformada por un guardia de Palacio y su esposa, además de dos hijas y un noble perro. Los días transcurrían en aquel hogar con una cálida tranquilidad que raramente se veía interrumpida: Madre y padre salían por las mañanas a realizar aquellas tareas que asegurarían comida en la mesa y fuego en el hogar, mientras que ambas hermanas, ya lo suficientemente mayores para salir con independencia de la casa, ocupaban las jornadas para nutrir sus mentes y llenarlas de conocimiento, sin importar lo lejos o cerca que éste se encontrara.
La mayor, conocida como Paltacienta debido al fruto verde por el cual su Reino era famoso en otras regiones, abandonaba cada día (o casi todos) su pueblo natal para adentrarse en territorios más lejanos, principalmente, el próspero Reino a orillas del mar, en donde abundaban libros —o, al menos, existían en mayor cantidad que en su hogar—, lo que le permitía profundizar los tópicos que más llamaban su atención. La joven pasaba largos meses realizando el tedioso viaje día tras día, mas encontró la forma de llenas aquellas horas vacías con historias.
Si hay algo en lo que las personas que conocían a Paltacienta podrían coincidir, era en reconocer la tendencia de la muchacha a llenarse la cabeza con cuentos de hadas. Estas historias, por supuesto, variaban tanto en composición como en argumento, pero todas solían tener en común aunque fuera una pequeña pizca de magia, la misma que mantenía en la chiquilla una constante expresión soñadora y le permitía ver a su alrededor cosas que la mayoría pasaría por alto.
Sin mucho esfuerzo, Paltacienta podía notar la magia en un mundo que daba por sentado su inexistencia.
A veces esto le traía algunos problemas, además de cierta desesperanza cuando a su alrededor aparecían nada más que miradas llenas de desdén y comentarios desalentadores. Pero con el transcurrir del tiempo, la joven aprendió a darle menos y menos importancia a estas actitudes, especialmente cuando la magia seguía apareciendo ante sus ojos con inusitada facilidad, si bien no siempre le hacía partícipe.
Por eso, en el momento en que la oportunidad se le presentó, no pudo más que luchar con todas sus fuerzas por no dejarla escapar. Llegó a los oídos de los habitantes del Reino la noticia de una fiesta a realizarse en una de las regiones costeras —el Reino de los frutos verdes no era muy inclinado a las celebraciones—. No cualquier fiesta, claro está. Se rumoreaba que no tendría igual, pues se tocaría la música más hermosa, se danzaría como jamás se había danzado; las estrellas se esconderían, avergonzadas, al verse opacadas por el sinnúmero de luces decorando cada rincón. ¡Cuántos colores! ¡Cuánta alegría y vida! Y, además, magia realzándolo todo. Sin embargo, no todos podrían asistir. Los invitados serían seleccionados de manera privada.
Al enterarse, Paltacienta casi sucumbió ante la euforia. ¿En qué otro momento, si no era ese, le ofrecería la vida una oportunidad como aquella? El tema ni siquiera quedaba abierto a discusión, ¡debía ir a como diera lugar! Y llamaría la atención de quienquiera que seleccionara los invitados así fuera lo último que hiciera.
Para lograr su cometido, la muchacha decidió que su mejor opción era el comenzar a pensar, hablar y respirar magia. No hubo instante en que no sobresaltara a su familia con las más extrañas ocurrencias y los más curiosos comportamientos. Después de todo, la magia no era algo común en aquellas tierras. Pero las miradas extrañadas no significan mucho para un corazón determinado, y así lo demostró Paltacienta con aquella sonrisa radiante que jamás abandonó su rostro.
No lo abandonó, al menos, hasta el momento en que las cartas de invitación comenzaron a llegar y Paltacienta se quedó con las manos vacías.
No se molestó, no gritó, no lloró. Tan sólo se quedó en las afueras de su casa, mirando el tranquilo pasar de aquel Reino olvidable, su hogar, donde nadie compartió su tristeza.
Y en aquellos instantes, con esa mirada que observa a la multitud pero que realmente no ve, la joven por poco pierde su más grande muestra de aquello en lo que creía con tanto fervor.
Frente a ella, una mujer de inusuales ropas le observaba con curiosidad. En uno de sus brazos colgaba una canasta con paltas.
—Paltacienta, no estés triste —habló la dama.
Ante esto, la muchacha alzó la mirada con inquietud. ¿Cómo alguien podía haberse dado cuenta de su tristeza? Cuando sus miradas se juntaron, la mujer de las paltas sonrió.
—Soy tu Hada Madrina y he venido a ayudarte. La magia en tu corazón merece ser recompensada.
Dicho esto, sacó una palta de su canasta, la presionó entre sus dedos para evaluar su madurez y se la entregó a la joven. Confundida, Paltacienta observó la fruta en sus mano y abrió la boca, pero no supo qué decir.
—Es un buen momento para tomarte medidas, querida niña.
Tres árboles en llamas y un número musical después, Paltacienta lucía el más hermoso y delicado de los vestidos, además de un elaborado peinado, coronado por su habitual elástico de resorte. La palta en su mano había dado lugar a un elegante carruaje que sería dirigido por caballos invisibles, pues sólo había un perro y, por la salud mental de ella y su mascota, la muchacha pidió que no se le sometiera a ninguna transformación.
Con la sonrisa en su rostro y la alegría nuevamente brillando en sus ojos, Paltacienta agradeció a su Hada Madrina por tan hermoso regalo. La mujer le besó en la frente, como símbolo de buena suerte, y le ayudó a subir al carruaje.
—Como tienes unas buenas horas de viaje antes de llegar a la fiesta, podrás quedarte hasta que acabe y aún tendrás tiempo de regresar en tu carruaje, sin embargo, el hechizo terminará al cruzar de vuelta las murallas del Reino. Además, sería una lástima si conocieras a algún gentil caballero y tuvieras que irte de improviso.
—No voy precisamente paraconocer caballeros, Hada Madrina —respondió Paltacienta—. No me quejaré si aparece alguno que deleite mi vista, pero primero quiero ver la magia. De todas formas, aprecio que pensaras en ello.
—¡Entonces ve, mi niña, y tráeme uno a mí!
Y con un movimiento de su canasta, el Hada Madrina puso en marcha la palta-carruaje. Desde la ventana, Paltacienta agitó la mano, despidiéndose, lista para su siguiente aventura.
Dicha familia estaba conformada por un guardia de Palacio y su esposa, además de dos hijas y un noble perro. Los días transcurrían en aquel hogar con una cálida tranquilidad que raramente se veía interrumpida: Madre y padre salían por las mañanas a realizar aquellas tareas que asegurarían comida en la mesa y fuego en el hogar, mientras que ambas hermanas, ya lo suficientemente mayores para salir con independencia de la casa, ocupaban las jornadas para nutrir sus mentes y llenarlas de conocimiento, sin importar lo lejos o cerca que éste se encontrara.
La mayor, conocida como Paltacienta debido al fruto verde por el cual su Reino era famoso en otras regiones, abandonaba cada día (o casi todos) su pueblo natal para adentrarse en territorios más lejanos, principalmente, el próspero Reino a orillas del mar, en donde abundaban libros —o, al menos, existían en mayor cantidad que en su hogar—, lo que le permitía profundizar los tópicos que más llamaban su atención. La joven pasaba largos meses realizando el tedioso viaje día tras día, mas encontró la forma de llenas aquellas horas vacías con historias.
Si hay algo en lo que las personas que conocían a Paltacienta podrían coincidir, era en reconocer la tendencia de la muchacha a llenarse la cabeza con cuentos de hadas. Estas historias, por supuesto, variaban tanto en composición como en argumento, pero todas solían tener en común aunque fuera una pequeña pizca de magia, la misma que mantenía en la chiquilla una constante expresión soñadora y le permitía ver a su alrededor cosas que la mayoría pasaría por alto.
Sin mucho esfuerzo, Paltacienta podía notar la magia en un mundo que daba por sentado su inexistencia.
A veces esto le traía algunos problemas, además de cierta desesperanza cuando a su alrededor aparecían nada más que miradas llenas de desdén y comentarios desalentadores. Pero con el transcurrir del tiempo, la joven aprendió a darle menos y menos importancia a estas actitudes, especialmente cuando la magia seguía apareciendo ante sus ojos con inusitada facilidad, si bien no siempre le hacía partícipe.
Por eso, en el momento en que la oportunidad se le presentó, no pudo más que luchar con todas sus fuerzas por no dejarla escapar. Llegó a los oídos de los habitantes del Reino la noticia de una fiesta a realizarse en una de las regiones costeras —el Reino de los frutos verdes no era muy inclinado a las celebraciones—. No cualquier fiesta, claro está. Se rumoreaba que no tendría igual, pues se tocaría la música más hermosa, se danzaría como jamás se había danzado; las estrellas se esconderían, avergonzadas, al verse opacadas por el sinnúmero de luces decorando cada rincón. ¡Cuántos colores! ¡Cuánta alegría y vida! Y, además, magia realzándolo todo. Sin embargo, no todos podrían asistir. Los invitados serían seleccionados de manera privada.
Al enterarse, Paltacienta casi sucumbió ante la euforia. ¿En qué otro momento, si no era ese, le ofrecería la vida una oportunidad como aquella? El tema ni siquiera quedaba abierto a discusión, ¡debía ir a como diera lugar! Y llamaría la atención de quienquiera que seleccionara los invitados así fuera lo último que hiciera.
Para lograr su cometido, la muchacha decidió que su mejor opción era el comenzar a pensar, hablar y respirar magia. No hubo instante en que no sobresaltara a su familia con las más extrañas ocurrencias y los más curiosos comportamientos. Después de todo, la magia no era algo común en aquellas tierras. Pero las miradas extrañadas no significan mucho para un corazón determinado, y así lo demostró Paltacienta con aquella sonrisa radiante que jamás abandonó su rostro.
No lo abandonó, al menos, hasta el momento en que las cartas de invitación comenzaron a llegar y Paltacienta se quedó con las manos vacías.
No se molestó, no gritó, no lloró. Tan sólo se quedó en las afueras de su casa, mirando el tranquilo pasar de aquel Reino olvidable, su hogar, donde nadie compartió su tristeza.
Y en aquellos instantes, con esa mirada que observa a la multitud pero que realmente no ve, la joven por poco pierde su más grande muestra de aquello en lo que creía con tanto fervor.
Frente a ella, una mujer de inusuales ropas le observaba con curiosidad. En uno de sus brazos colgaba una canasta con paltas.
—Paltacienta, no estés triste —habló la dama.
Ante esto, la muchacha alzó la mirada con inquietud. ¿Cómo alguien podía haberse dado cuenta de su tristeza? Cuando sus miradas se juntaron, la mujer de las paltas sonrió.
—Soy tu Hada Madrina y he venido a ayudarte. La magia en tu corazón merece ser recompensada.
Dicho esto, sacó una palta de su canasta, la presionó entre sus dedos para evaluar su madurez y se la entregó a la joven. Confundida, Paltacienta observó la fruta en sus mano y abrió la boca, pero no supo qué decir.
—Es un buen momento para tomarte medidas, querida niña.
Tres árboles en llamas y un número musical después, Paltacienta lucía el más hermoso y delicado de los vestidos, además de un elaborado peinado, coronado por su habitual elástico de resorte. La palta en su mano había dado lugar a un elegante carruaje que sería dirigido por caballos invisibles, pues sólo había un perro y, por la salud mental de ella y su mascota, la muchacha pidió que no se le sometiera a ninguna transformación.
Con la sonrisa en su rostro y la alegría nuevamente brillando en sus ojos, Paltacienta agradeció a su Hada Madrina por tan hermoso regalo. La mujer le besó en la frente, como símbolo de buena suerte, y le ayudó a subir al carruaje.
—Como tienes unas buenas horas de viaje antes de llegar a la fiesta, podrás quedarte hasta que acabe y aún tendrás tiempo de regresar en tu carruaje, sin embargo, el hechizo terminará al cruzar de vuelta las murallas del Reino. Además, sería una lástima si conocieras a algún gentil caballero y tuvieras que irte de improviso.
—No voy precisamente paraconocer caballeros, Hada Madrina —respondió Paltacienta—. No me quejaré si aparece alguno que deleite mi vista, pero primero quiero ver la magia. De todas formas, aprecio que pensaras en ello.
—¡Entonces ve, mi niña, y tráeme uno a mí!
Y con un movimiento de su canasta, el Hada Madrina puso en marcha la palta-carruaje. Desde la ventana, Paltacienta agitó la mano, despidiéndose, lista para su siguiente aventura.
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