Ayer me acordé de ti.
Estábamos almorzando y me puse un cuchillo especial. Uno feo que no corresponde a la colección bonita que tenemos para comer —ya no está completa, se nos perdieron algunos—, pero corta bien. Me acordé de mi mamá, que tiene su cuchillo regalón. Y te di y tu cuchillo con mango amarillo.
Al menos, al principio se veía lo amarillo, lo usaste tanto que en sus últimos días el mango era una cosa amorfa llena de cinta. Desde que tengo memoria te vi usarlo para pelar verduras y cortar cosas; los vestidos/delantales, el cuchillo amarillo y mi abuelita preparando una sopita rica. Creo que ha sido uno de los recuerdos que más me ha hecho sonreír porque me habla de lo cotidiano, y lo cotidiano, contigo, significa que estuviste cerca, ahí, siempre.
Es chistoso cómo funciona la muerte, al menos conmigo. Siempre que pienso en ti o te hablo me da por tutearte. Es raro porque nunca lo hice cuando estabas viva. Pero hablarte de usted no sé por qué no me sale; no sé si se debe a que tuteándote te siento más cerca... Honestamente, creo que es al revés: si no lo hago, te siento demasiado lejos. Más lejos de lo que puedo aguantar, y eso es un problema porque no me consuela irte a dejar flores al cementerio, no me consuela recordarte como lo hace el resto. Te recuerdo, sí, y te adoro cada día, te pienso y sonrío, pero no me satisface hacer cosas acá cuando ya no estás.
Por eso converso contigo en mi cabeza, cuando mi mamá se pone a rezar frente a tu nicho. No sé cuántas veces te he pedido disculpas por esos ratos que pude haber pasado contigo pero que no pesqué porque fui tonta; es complicado, porque sé que ya fue, que hay otro montón de momentos que sí pasamos, que sí fueron preciosos y únicos y de las dos y que no tiene mucho sentido lamentarse a estas alturas. ¿Lo peor? Sé que a ti no te gustaría que me lamentara. Me hablarías con ese tono tan tuyo: "No piense en esas cosas, mijita". Pero, pucha, soy humana y me frustra el tiempo.
Me frustra por la nieta que no viste. No sufro tanto por el anillo de oro que no me gané cuando aún ibas a mis premiaciones en La Ssalle, pero sí por la Catalina que no te pudo cantar todo lo que hubiese querido. Me frustra tanto que mi voz haya agarrado vuelo después de que te fueras, porque aún me acuerdo cuando me temblaba la voz a los ocho años pero canté igual en el escenario porque mi abuelita estaba de cumpleaños y yo le dedicaba esa canción que tanto le gustaba. Y creo que de no ser por ti, abuelita, nunca le hubiese puesto tanto amor a cantar.
Ni en tu funeral sabía cantar todavía. Qué triste.
Sé que esta nieta de ahora te tendría muy orgullosa. No soy ni por asomo la mejor y me queda aún tanto, tanto por crecer, pero la magia contigo es que uno se sentía genial solamente con saber que estábamos convirtiéndonos en mejores personas. Siempre decíamos con mi papá que eras como Muriel de Coraje, con ese pelo blanquito y nebuloso y tu sonrisa llena de amor, con esa paz de abuelita tierna que nadie más tenía. Sé que te podría decir ahora "abuelita, voy a hacer doblaje de monos chinos" y tú serías mi fan número, sin importar si entiendes mucho o no; que te podría cantar con esa voz más confianzuda de ahora y me dirías "¡Bravo, bravo, bravo!" aunque desafinara un poco. Y aunque no fuera eso, abuelita, aunque fuera sólo uno de esos estornudos que remecían toda la casa, aunque fueras tú acostada con mi hermana, o gruñéndole al John porque te olfateaba la comida. Me faltó tiempo y te quiero aquí.
Es como adecuado que el único que esté viéndome escribir esto es el Gaspar. Un regalo, un pedacito tuyo más que estoy segura también te extraña. Todos los días, como yo, no sólo hoy que estás de cumple. Cuando apareces en mi cabeza trato de hablar contigo porque me da susto llorar si hago otra cosa —mírame hoy, que te escribí y acabé moqueando y con los ojos hinchados—. No sé si estoy voy a terminar esta... ¿carta? ¿Desahogo? No se ve como que tenga un verdadero fin, porque podría llenarla de más cosas: de cómo me hiciste pegarle a mi primo cuando me tiró un Kame Hame Ha y me dejó sangrando la nariz, de cuando te acercabas y me decías "¡Ñau! Te como" y yo me deshacía en risas, de cómo me hiciste mi primera sopita. De cómo fuiste mi segunda mamá. De cómo los recuerdos del día que te fuiste están teñidos de un color feo y lento.
Puedo cortar esto diciendo, eso sí, que ahora tú y yo somos algo así como una conversación constante; a veces se pausa, pero nunca se corta. Algo que está como por debajo, cerquita del corazón, a mano para cuando lo necesito. Mira hoy, por ejemplo, que de un momento a otro me di cuenta que el cuchillo con mango amarillo se fue contigo.