El día que se murió el John era julio, y había llovido mucho. Me acuerdo que unas señoras se habían caído al barro un poco antes, en el entierro de mi tía.
Yo no fui, porque el Johncito estaba postrado y había que estar vigilándolo.
El día que se murió el John no destaca mucho en el calendario, a veces se me olvida hasta cuál es la fecha exacta. Pero destaca el calor de la estufa, que pasó encendida para que estuviese abrigadito, el almuerzo que le hizo mi mamá y que no comió. Mi pena grande, grande, grande.
Todavía no puedo ver los videos de esos últimos días, y no quiero pensar que eso fue todo lo que mi papá pudo ver porque estaba en el hospital.
El día que se murió el John fue de arte improvisado, de una masa de sal para guardar las huellas de sus patitas. Ese recuerdo también se lo llevó la humedad.
Fue de pensar en pequeños consuelos: Poner una plantita de manzano en su tumba porque él amaba las manzanas.
Ese árbol, ahora, es más alto que yo.
(No es mucho, pero él era tan, tan chiquitito).
El día que se murió el John fue de una desolación que rara vez he vuelto a sentir, de un llanto que nos sacudía las entrañas. Fue hacerle cariño hasta el último momento para que se fuese acompañado y amado a pesar de que se me rompía el corazón.
El día que se murió el John-- Su última gentileza, fue quedarse abrigadito bajo mi mano hasta que tuve que decirle adiós en la tierra.
Aún puedo sentir su pelito, el tacto fantasmal más preciado.