En la realidad, somos siete billones de personas en esta esferita azul que flota en la nada y, por mucho que quiera, no puedo controlar la magia que me va a hacer —o no (es una posibilidad, una que no quiero pero que existe al fin y al cabo)— cruzar caminos con estas personas. A veces es difícil llevar la luz y las chispas, la forma distinta de enfrentar este mundo sola. Me da miedo que me ganen en encontrar a estos individuos hipotéticos por mucho que a mí no me moleste esperar. Esos son los momentos en que, creo, me falta la piel y el toque humano, y el encierro debe contribuir un montón a sentir esos vacíos con más fuerza.
Me gusta mucho pensar en la yo de diez años atrás que esperaba exactamente lo mismo y saber que no la decepciono. Que, a pesar de diez años más de espera, no me rindo. Que no por estar sola, voy a ser menos feliz. Y, tengo que admitir: fantasear con personajes ficticios lo hacía mucho más fácil, porque en el fondo sabía que no los iba a poder encontrar. Soy más valiente ahora, porque tengo ese confort y aún así decido mirar afuera.