He querido escribir toda la semana acá, pero he tenido tanto pensamiento enganchando el uno del otro que no es sino hasta hoy que me decido a sentarme y dejar las ideas fluir.
Este es el filtro, un poco; el decantado bonito de las ideas. El vino sin los restos de fruta. La fruta se la deja la Hobonichi, entre timbres bonitos y recuentos del día a día. Ahí me quejé de los pacos el día que me pararon por andar en bici en la vereda (estúpidos), y el día que descubrí la limerencia. Ahí he comentado de mis libros y mis ideas como la providencia manda: Con lápiz y papel.
Me acuerdo que partí esta semana queriendo hablar de cómo el capitalismo se come hasta nuestras relaciones sociales y hoy me encuentro haciendo un análisis de cómo este pedacito de espacio en internet igual se volvió una versión más glamorizada de mi vómito de palabras. Acá, ahora pienso antes de escribir.
Pero vamos pensando en la limerencia y en el masking, en cómo una de mis compañeras de trabajo dijo que no se podía dudar mi autismo porque lo primero que se me ocurre cuando un paco me para en la calle es leerle la ley de manera textual para que se dé cuenta de que es tonto y yo sé más que él. ¿Qué iba a hacer, de todas formas? ¿Aceptar que estaba en lo correcto sólo porque es un agente de la ley? Chao. Y lo siguiente que pensé es que definitivamente tengo que terminar de tramitar mi credencial de discapacidad.
Chistoso, ¿no?
El lunes hablaba con el Cristian sobre la limerencia. Cuando me apareció el video explicativo fue como ¡¡¡!!!, porque vaya que es acertado. Después, cuando busqué la definición para la sesión con el psicólogo, me asusté un poco, como cuando empecé a escuchar a la gente neurotípica hablar de la neurodivergencia. Creo que ellos han sido la razón por la que me he resistido tanto a un diagnóstico oficial. Si nadie sabe lo que soy y ya me tratan así, sólo puede ponerse peor cuando tengan la confirmación.
Al menos, me dije al final, estos días, voy a tener un papelito para restregarles en la cara que por ley tienen que tratarme bien. Algo es algo.
La cosa es que empecé a explicar la limerencia con vergüenza, casi excusándome un poco. ¿Quién va a querer a alguien obsesivo, con aquella intensidad tan difícil de manejar? La sociedad nos dice que eso no está bien, que es malo. Mi experiencia me lo dice también. Cristian, compasivo como siempre, me dijo que no puedo comparar mi experiencia relacional a la de una persona neurotípica. Y llegamos a la analogía de los cuicos y los pobres, alguien con abundancia de agua y alguien que vive en sequía: Si yo no tengo conexión como la otra gente, si me cuesta, si los otros tienen amor y amistad como si fuese una catarata lanzándoles agua a la cara, tanto que les satura, ¿cómo yo no voy a luchar con uñas y dientes para que me caiga más que una mísera gota de agua? Y me tuve compasión, y pensé en cuánto masking he hecho a lo largo del tiempo para no molestar.
Pensé en la limerencia y en los objetos de mi limerencia por harto rato. En cómo he tenido que sobrevivir al perderlos como si me arrancaran un pedacito de mí misma, a veces. Me dio pena, pero también sentí calma al entender. El Cristian también me vio más tranquila.
Tal vez eso le hizo preguntar algo que, por fuera, se veía bastante inofensivo. En su serie de preguntas para intentar comprenderme a mí y a mis procesos dijo esto:
¿Y cómo actúas cuando vuelven?
Yo le miré confundida, porque ni idea de lo que estaba hablando. ¿Quiénes vuelven?, le pregunté.
Estas personas que has dejado atrás.
Y me dio como pena, lástima, no sé si por él, por su ingenuidad, o por mí. Creo que me reí un poco y le respondí que ninguna ha vuelto, nunca. Y que no creo que lo hagan. La que tiene dificultad para soltar y extraña hasta el fin de sus días soy yo. En un momento de mucha honestidad, le dije que las puertas siempre están abiertas, que si alguno volviera lo recibiría con los brazos abiertos, esperando que ambos hubiésemos crecido entre aquel pasar del tiempo y la distancia. Siempre habría un "Hola" de mi parte, un consuelo y un abrazo de ser necesario.
Le dije que soy un Rousseau: La gente es inherentemente buena y todos podemos crecer, cambiar, ser mejores.
El Cristian me sonrió con la misma melancolía que yo sentía en ese momento y me dijo algo que, por fin, me hizo darle un poco de sentido a lo que elegí estudiar un día a los dieciocho:
Si no creyéramos eso, no podríamos trabajar en lo que trabajamos.
Y, bueno, me condené solita.