Cuando chiquita me conformaba con la alfombra de la casa para volar, con el sillón como bote para hacerme la muda y escuchar a los pececitos susurrar "¡Bésala!"; incluso, podía hacer como que mi pequeño estante era la biblioteca magnífica de un castillo. Tan sólo tenía que mirar a la nada para encontrar al príncipe de turno sonriéndome.
Con el tiempo, todos esos juego nada más se volvieron lindos recuerdos. Aún danzaba medio soñadora por la casa cuando quedaba sola y podía poner mis canciones de niña en la radio. Me gustaba sentarme, cerrar los ojos y evocar las imágenes que más me hacían volar; ya no era la princesa, pero daba igual.
Tampoco estaba buscando a los príncipes ya.
Por eso, me tomó por sorpresa cuando llegó sin aviso este individuo sin caballo, sin castillo y sin corona, pero con más alma de príncipe que cualquiera. Y me eligió a mí, como su princesa.
Puedo escribir esto simplemente porque quiero, porque soy feliz todos los días.
Aquellos viejos tiempos... Me gustaría que se hubieran demorado un poquito más en terminar.
ResponderBorrarLa maldición de crecer...
ResponderBorrarY quien dice que se terminaron?
ResponderBorraraguafiestas ustedes dos!
:D